sábado, 18 de septiembre de 2010

El escudo del Atleti grabado en el corazón

Era un niño normal, de seis años. Un poco más travieso de lo corriente, pero también un poco más serio y reservado de lo normal. También era valiente.
Un día de primavera del año 71 aprovechando una reunión familiar anunció a todos su condición de atlético. Su familia materna era madridista y la paterna barcelonista hasta las trancas. El silencio se pudo cortar en aquella comida familiar. Lo rompió como siempre el gordo de su hermano pequeño: “pues yo soy del Barça, como mi papá”.
Solamente su padre lo miró con un brillo raro en los ojos, el niño siempre creyó que era orgullo lo que vio aquel día en los ojos de su padre. Orgullo por la rebeldía.
Unos años más tarde, en mayo del 74, un alemán con demasiadas consonantes en su nombre para que un cristiano pudiese pronunciarlo, marcó un gol a un portero con problemas de alopecia que estaba haciendo el ganso. Este hecho demuestra de manera incontrovertible que la alopecia y hacer el ganso son problemas hereditarios. Esa noche negra del 74 aquel padre tuvo que llevar a la cama en brazos por última vez en su vida a su hijo porque estaba hecho un mar de lágrimas. Se quedó con él acompañándolo hasta que el sueño venció su llanto sin consuelo.
Ese niño, como ya habrán imaginado, era yo.
Aquel nefasto partido de alguna manera significó el comienzo de un camino hacia el desastre. A partir de entonces comenzó a destruirse de manera gradual y lenta pero constante toda la grandeza adquirida en los setenta años anteriores.
Ganamos algunas cosas, pocas, perdimos otras, muchas, y terminamos finalmente en la segunda división. En el palco se sentó un médico chiflado, un constructor fascista, un veterinario amante de los caballos y ahora, un señor muy aparente. Entre todos ellos contribuyeron a hacernos lo que ahora somos. Lo que nunca habíamos sido, lo que nunca quisimos ser, una medianía.
Y eso es algo a lo que los que vimos aquella final no podemos resignarnos. Porque somos los que pensamos que la rebeldía frente al poderoso es algo necesario. Somos los que creemos que ganar siempre no es preciso si hay que sacrificar alguna convicción irrenunciable. Somos los que estamos seguros de que es más divertido no optar por lo fácil, por la soberbia del que todo lo gana, por el éxito del blanco impuro. Somos los que no nos importa saltarnos las primeras doce páginas del diario deportivo. Pero no olviden que nos gusta ganar, que es a lo que estábamos acostumbrados hasta aquella noche del 74.
Por ello, en la final de Hamburgo del pasado mes de mayo, los que vivimos los tiempos anteriores a aquella noche fatídica, nos volvimos a reconocer como lo que fuimos. Los que sabemos que para ser los mejores no es necesario tener más copas en la vitrina, los que nos sentimos envidiados por nuestra impostura. Los que vamos a un concierto de Sabina y nos perdemos la ópera.
De manera que el pasado 12 de mayo me desperté con la mejor de mis sonrisas y cuál fue mi sorpresa al constatar que a mi lado no estaba mi santa costilla que tanto me sufre y tanto le debo, en su lugar me encontré un simpático negrito zambo con el culo gordo que al andar parecía bailar una samba, al mirarlo fijamente me di cuenta que era Luiz Pereira. Estupefacto descubrí a los pies de mi cama a Caminero sentando a Nadal en el suelo con un regate maravilloso, y frente al espejo estaba Gárate, en persona, lo juro, vestido de frac. Me asomé al baño y me encontré a Futre marcándole a Buyo un gol por la escuadra. En el pasillo corrían Adelardo, Simeone, Arteche y Panadero Díaz gritando lo de “¡¡¡Aplasta, Arteche!!!” como un solo hombre, no sé muy bien dónde iban con tanta prisa. Ahora lo sé, corrían detrás de Guruceta, que descanse en paz, qué más en paz descansamos los atléticos sin él. En una esquina descubrí a una señora golpeando con un zapato en la cabeza a Álvarez Margüenda, en otra a Leivinha enseñando al mísmisimo Cruyff a hacer bicicletas. Ya en la cocina estaba el Ratón Ayala marcándole un gol al Independiente de Avellaneda. En la despensa descubrí a Becerra abofeteando al maldito Urrestarazu mientras que Luis y Ovejero aplaudían.
En fin, mi casa estaba llena de gente, debía de ser un presagio. “Todo esto lo he vivido y no me sale de los cojones olvidarlo” fue lo que pensé. Quizás por eso estaban todos esos en mi casa.
El caso es que tras esta extraña aparición, volví a mis cabales y me coloqué mis famosos calzoncillos de la suerte colchonera. Y me dispuse, como buen atlético, a pasar un día de risas. Los atléticos siempre nos reímos mucho el día de una final.
Preparé con mimo las camisetas rojiblancas de la suerte colchonera para mi costilla y mis hijas mientras canturreaba aquello del sufrido atletista. Cociné la tortilla de patatas de la suerte colchonera y a la una de la tarde me bebí la cerveza, Mahou, de la suerte colchonera. Como Dios manda.
Besé a mi costilla y a mis hijas con el beso de la suerte colchonera y realicé todos los actos de la suerte colchonera que un buen atlético debe realizar. Un par de horas antes del partido me coloqué la camiseta interior que me regaló mi madre un día que le ganamos al Santander de chiripa en el último minuto. Me puse los pantaloncillos que llevaba el día del doblete, pero me los tuve que quitar porque explotaron. Será por la cantidad de cervezas de la suerte colchonera consumidas desde entonces. Escondí en lo más profundo del armario la bufanda de la final de copa contra el Espanyol y me puse los calcetines que me regalo mi suegra que tanta suerte colchonera atraen. En un momento de ofuscación prometí solemnemente a la Virgen rojiblanca subir a coscoletas hasta la Cresta del Gallo a Eduardo Punset (callado) si el Atleti ganaba, pero retiré inmediatamente tal promesa peregrina por ser inconsistente con mis creencias colchoneras.
Llegado ese momento mis hijas me miraban con la ilusión que tienen los niños al descubrir un loco en su casa y mi costilla con la mirada de espanto de la suerte colchonera que tanto me gusta.
El caso es que la noche del 12 de mayo el Atleti volvió a ser quien fue y quien nunca debió dejar de ser. Y todos aquellos que estuvieron riendo durante todo el día, curiosamente lloraron cuando Antonio López levantó la copa.
Yo no lloré. No lloré porque al igual que aquella noche del 74, seguro que mi padre estuvo viendo elpartido conmigo por si me tenía que llevar otra vez en brazos a la cama llorando. Aunque vosotros no pudierais verle.

martes, 7 de septiembre de 2010

De héroes y vermú


Tras unos meses de reflexión he decidido regresar, para calentar motores una de historia.
No cabe duda de que Winston Churchill es uno de los más admirados políticos del pasado siglo. Siempre le he tenido especial simpatía por poner en su sitio a determinados personajes. Y no hablo de Hitler.
Bernard Law Montgomery fue un distinguido general británico que estuvo al mando durante la II guerra mundial del VIII ejército británico, que combatió en el norte de África. Fueron conocidos como las Ratas del Desierto.
Montgomery fue un esforzado general, con grandes dotes de organización, disciplinado hasta el aburrimiento, religioso como pocos. También fue un pedante insoportable, su proverbial modestia era un suplicio para la mayoría de los que lo conocieron y sin duda era un desastre como militar. Su capacidad estratégica era comparable a las de las hienas del desierto que tanto amaba. Jamás presentó batalla sin estar seguro de poseer una incuestionable superioridad numérica. Aún así perdió la más importante de todas.
Organizó y dirigió la desastrosa operación Market Garden en Holanda buscando la entrada de las tropas aliadas a Alemania. A partir de aquel día Eisenhower lo consideró un perfecto imbécil, a pesar de ser un héroe nacional británico. Winston Churchill, bastante más perspicaz que Eisenhower,  estaba convencido de la estupidez de este individuo desde mucho antes.
Montgomery estaba considerado uno de los grandes héroes de la II Guerra Mundial por vencer a Rommel en la batalla de El-Alamein, frenando definitivamente al ejército nazi en el norte de África.
Erwin Johannes Eugen Rommel estaba al mando del Afrika Korps en aquella batalla de 1942. Era conocido como el Zorro del Desierto. Fue un enorme militar alemán, que no nazi. Rommel nunca estuvo afiliado al partido nazi.  Sus dotes de mando, su carisma y estrategia eran admiradas en ambos bandos.
También era un patriota, a su antigua manera. Odiaba a los nazis, sobre todo a Hitler al que conocía bien al haber sido su jefe de seguridad al comienzo de la guerra. Poco a poco fue entendiendo que Hitler estaba llevando a Alemania al abismo de la derrota total y comprendió que su deber de patriota era pararlo. En julio de 1944 participó en una conspiración para eliminar a Hitler, que fracasó. Unos días antes de que un conspirador intentase matar a Hitler con una bomba, Rommel resulto herido muy grave en un ataque aéreo de la RAF. Estando convaleciente se suicidó para proteger a su familia ante las investigaciones de la Gestapo que le involucraban en el atentado.
Rommel fue también un hombre de honor,  jamás cumplió la orden de Hitler en 1942 de ejecutar a todos los comandos aliados capturados. En la batalla de El-Alamein se insubordinó de manera flagrante y evacuó sus tropas antes de que fueran masacradas por un enemigo superior, desobedeciendo la orden directa de Hitler de resistir a cualquier precio.
En aquella batalla de El-Alamein Montgomery tenía un ejército que triplicaba en número al del Eje y mucho más equipado. Además los aliados habían conseguido descifrar las comunicaciones  secretas alemanas y habían cortado la línea de suministros por mar.
Por si fuese poco, Rommel se encontraba en Austria recuperándose de un balazo. Montgomery, valeroso, decidió que era el momento de atacar con su estrategia favorita y única: el aplastamiento. A los cinco minutos de comenzar el ataque el comandante alemán en funciones, un tal Stumme, murió del susto. Aun así los alemanes resistieron y le dio tiempo a regresar a Rommel.
Tras tan heroica victoria, Montgomery fue recibido en Londres con honores y la multitud salió a las calles y se le organizó un homenaje. En su discurso, sin duda en la emoción del momento, olvidó su insoportable falsa modestia y dijo: “no fumo, no bebo, no prevarico y soy un héroe”.
Churchill no se pudo reprimir y le respondió en su propio discurso: “yo fumo, bebo y prevarico y soy su jefe”.
Curiosamente estos tres personajes tan dispares tenían algunas cosas en común. Todos ellos tenían un doble para protegerse de atentados y despistar al enemigo sobre su verdadera ubicación. Y la más importante: eran aficionados al Dry Martini. Rommel siempre fue un amante de la ortodoxia, lo tomaba de la manera clásica de la época: seis partes de ginebra y cuatro de vermut. Seco, por supuesto. Montgomery que como sabemos no entraba en combate sin estar en incuestionable superioridad numérica, prefería 15 partes de ginebra por una de vermut. Wiston Churchill, hombre poco amigo de bromas que no fuesen las propias, se atizaba un vaso de ginebra mirando la botella de vermut.
Estos tres, cada uno a su manera, más o menos admirable o más o menos discutible, se vestían por los pies. Cada uno de ellos peleó de alguna forma con los otros dos. El caso es que, aunque sin duda Churchill y Rommel gozan de relativa y controvertida buena fama en sus respectivos países, el único que es considerado como un verdadero héroe es el bueno de Montgomery.
Seguro que ustedes tienen un cuñado que le añade al Martini dulce un chorrito de ginebra y se dice amante del Dry Martini. Mariquita.